Domino el carrefú como mi segunda casa. He elaborado una lista que es el colmo de la lógica y la practicidad. Los productos que necesito, ordenados de forma que no necesite hacer paseos estériles. Mi recorrido es razonable y voy llenando el carrito con la aplastante lógica del experto: debajo los briks de leche y las latas de cerveza y PepsiMax, el pan de molde y las patatas fritas encima…
Una señora con aspecto de despistada me pregunta por el pan rallado. Seguramente se ha fijado en el impecable aspecto de mi carrito y en el aire de seguridad que desprenden mis pasos firmes, mi mirada abierta y sincera y mis gestos decididos. La buena señora, que tampoco es, digamos, una novata, se siente desorientada por culpa del cambio que ha operado el lineal por mor de “la semana de la repostería”. Con una sonrisa condescendiente le indico no sólo dónde se ubica el pan rallado, sino que, además, gratis, le doy un valioso consejo sobre qué pan rallado elegir “el de la casa”, le advierto, “es un poco más caro, pero los filetes le quedarán de fábula”. Ella, agradecida, seguramente abrumada por mi arrollador espíritu de buen samaritano, intenta esbozar una sonrisa de agradecimiento y en su rostro se dibuja una desafortunada expresión, como de pingüino, de estupidez helada. No la culpéis, amigos. No es que yo conozca el carrefú. Es que conozco su “psicología”, sé de lo que hablo.
Localizo ofertas, promociones, trespordoses, tantosporcientomásgratis, etc., con una sagacidad de gato montés. No me dejo engañar por los grandes packs: muchas veces es más barata la compra al detall… en fin, que controlo.
Cuando he terminado la “compra” propiamente dicha, me acerco a mi paraíso: el pasillo de jardinería. Ahí, entre palos con cosas de hierro que no sé cómo se llaman, abonos, sustratos, césped artificial, alpiste para perros, plantas de interior… me dejo llevar.
Dicen que un hombre enfrentado a su destino es como un pasajero en una estación de tren de un país remoto sin billete de vuelta (esto, en realidad, no lo ha dicho nadie, acabo de inventármelo, pero es un buen comienzo de párrafo); bien, yo me encuentro a mí mismo en este pasillo del carrefú. Frente al saco de 25 kg. de MenúDog, junto a los apliques para mangueras, dejándome seducir por el canto de los rastrillos de palo de bellota, me pregunto: ¿qué coño haces aquí, chaval?
¿En qué estúpido menester estás perdiendo una radiante mañana de sábado? ¿Para qué narices acumulo puntos carrefú? ¿Qué le importaba a la pobre señora de antes tu opinión sobre el pan rallado? ¿No te da vergüenza estar ahí de pie, con ese ridículo chándal, comparando precios de guantes de jardinero? ¿A qué estas jugando? ¿A qué coño estás jugando?
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